DESPERTÉ de mi sueño anoche con una gran carga sobre mi mente. Estaba dando un mensaje a nuestros hermanos y hermanas, y era un mensaje de amonestación e instrucción acerca de la obra de algunos que sostienen teorías erróneas en cuanto a la recepción del Espíritu Santo y la forma en que éste actúa mediante instrumentos humanos.

Se me indicó que se presentaría entre nosotros otra vez, en los días finales del mensaje, un fanatismo similar al que tuvimos que afrontar después de que pasó el tiempo en 1844, y que debemos hacer frente a este mal tan decididamente ahora como lo hicimos antaño.

Estamos en el umbral de grandes y solemnes acontecimientos. Las profecías se están cumpliendo. Se está registrando en los libros del cielo una historia extraña y significativa; acontecimientos que, como se declaró, sucederían poco antes del gran día de Dios. Todo en el mundo está alterado. Las naciones se han airado y se realizan grandes preparativos para la guerra. Una nación conspira contra otra y un reino contra otro. El gran día de Dios se apresura rápidamente. Pero aunque las naciones alistan sus fuerzas para la guerra y el derramamiento de sangre, todavía está en vigencia la orden dada a los ángeles de que retengan los cuatro vientos hasta que los siervos de Dios sean sellados en sus frentes.

El mundo está comprobando ahora los resultados inevitables de la transgresión de la ley de Dios. Habiendo completado su obra creadora, el Señor descansó el séptimo día y lo santificó como el día de su reposo, apartándolo como el día que el hombre debía dedicar para el culto divino. Pero actualmente, por regla general, el mundo desdeña por completo la ley de Jehová. Se ha instituido otro día en lugar del día de reposo de Dios. El instrumento humano ha opuesto su conducta y su voluntad a las enseñanzas positivas de la Palabra, y el mundo está sumergido en rebelión y pecado. Esta obra de oposición a la ley de Dios tuvo su comienzo en las cortes celestiales con Lucifer, el querubín cubridor. Satanás se propuso ser primero en los concilios celestiales, e igual a Dios. Comenzó su obra de rebelión con los ángeles que estaban a sus órdenes, procurando difundir entre ellos el espíritu de descontento. Y trabajó en una forma tan engañosa que muchos de los ángeles se decidieron por su causa antes de que se conocieran plenamente sus propósitos. Aun los ángeles leales no pudieron discernir plenamente su carácter ni ver dónde llevaba su obra. Cuando Satanás consiguió ganar a muchos ángeles para su bando, llevó su causa a Dios, pretendiendo que era el deseo de los ángeles que él ocupara el puesto que tenía Cristo.

El mal continuó obrando hasta que el espíritu de descontento se tradujo en una revuelta activa. Entonces hubo guerra en el cielo y Satanás, con todos sus simpatizantes, fue expulsado. Satanás había lidiado en procura del dominio en el cielo, y había perdido la batalla. Dios no podía dispensarle más honor y supremacía, y éstos le fueron quitados junto con la parte que había tenido en el gobierno del cielo.

Desde entonces Satanás y su ejército aliado han sido los enemigos declarados de Dios en nuestro mundo, y han luchado siempre contra la causa de la verdad y la justicia. Satanás ha continuado presentando a los hombres, así como lo hizo a los ángeles, sus falsas descripciones de Cristo y de Dios, y ha ganado al mundo para su bando. Aun las iglesias que profesan ser cristianas se han puesto del lado del primer gran apóstata.

Satanás se describe a sí mismo como el príncipe del reino de este mundo y en ese carácter se aproximó a Cristo en la última de sus tres grandes tentaciones en el desierto. “Todo esto te daré, si postrado me adorares”, le dijo al Salvador, señalando los reinos de este mundo que Satanás había hecho pasar delante de Jesús.

En las cortes celestiales, Cristo había sabido que llegaría el tiempo cuando debería hacer frente al poder de Satanás y debía vencerlo, si la raza humana había de ser salvada alguna vez de su dominio. Y cuando llegó ese tiempo, el Hijo de Dios depuso su corona real y su manto regio, y revistiendo su divinidad con humanidad, vino a la tierra para hacer frente al príncipe del mal y para vencerlo. A fin de llegar a ser el Abogado del hombre delante del Padre, el Salvador había de vivir su vida en la tierra tal como deben hacerlo todos los seres humanos, aceptando sus adversidades, dolores y tentaciones. En la forma de la criaturita de Belén había de hacerse uno con la raza humana y mediante una vida intachable desde el establo a la cruz mostraría que el hombre, por una vida de arrepentimiento y fe en Cristo, podría ser restaurado al favor de Dios. Proporcionaría al hombre gracia redentora y perdón de pecados. Si los hombres retornaban a su lealtad y no desobedecían más, recibirían el perdón.

En la debilidad humana, Cristo había de hacer frente a las tentaciones que presentaba un ser dotado de las facultades más elevadas que Dios haya conferido a la familia angélica. Pero la humanidad de Cristo estaba unida con la divinidad y en esa fortaleza podía soportar todas las tentaciones que Satanás acumulara contra él, y sin embargo mantendría su alma inmaculada sin pecado. Y ese poder para vencer, Cristo lo daría a cada hijo e hija de Adán que aceptara por fe los justos atributos de su carácter.

Dios amó tan tiernamente al mundo que dio a su Unigénito para que cualquiera que lo aceptara pudiera tener poder para vivir la vida justa de Cristo. Jesús demostró que es posible que el hombre se aferre por fe del poder de Dios. Demostró que, por el arrepentimiento y el ejercicio de la fe en la justicia de Cristo, el pecador puede ser reconciliado con Dios y puede llegar a ser participante de la naturaleza divina, venciendo la corrupción que hay en el mundo debido a la concupiscencia.

Hoy Satanás presenta las mismas tentaciones que presentó a Cristo, ofreciéndonos los reinos del mundo a cambio de nuestra sumisión. Pero no tienen poder las tentaciones de Satanás sobre aquel que contempla a Jesús como el autor y consumador de su fe. No puede hacer pecar al que acepte por fe las virtudes de Aquel que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.

“De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. No puede ser vencido el que se arrepiente de sus pecados y acepta el don de la vida del Hijo de Dios. Aferrándose por fe de la naturaleza divina, llega a ser un hijo de Dios. Ora, cree. Cuando es tentado y probado, demanda el poder que Cristo dio con su muerte, y vence mediante la gracia de Jesús. Esto necesita entender cada pecador. Debe arrepentirse de sus pecados, debe creer en el poder de Cristo, y debe aceptar ese poder que salva y protege del pecado. ¡Cuán agradecidos debiéramos estar por la dádiva del ejemplo de Cristo!

Quizá abunden profundas teorías y especulaciones de creación humana, pero el que resulte vencedor al fin, debe ser lo suficientemente humilde como para depender del poder divino. Cuando así nos aferramos del poder del Infinito y venimos a Cristo diciendo: “Nada traigo en mis manos. Sólo de tu cruz me aferró”, entonces los instrumentos divinos pueden cooperar con nosotros para santificar y purificar la vida.

No trate nadie de evadir la cruz. Podemos vencer mediante ella. Es mediante las aflicciones y las pruebas como los instrumentos divinos pueden llevar a cabo una obra en nuestras vidas que resultará en el amor, la paz y la bondad de Cristo.

Diariamente ha de realizarse una gran obra en el corazón humano por medio del estudio de la Palabra. Necesitamos aprender la sencillez de la verdadera fe. Esto dará sus frutos. Procuremos lograr decididos progresos en la comprensión espiritual. Hagamos de la preciosa Palabra nuestro consejero. Cada momento necesitamos caminar cuidadosamente, manteniéndonos cerca de Cristo. Se necesitan en la vida el espíritu y la gracia de Cristo y la fe que obra por el amor y purifica el alma.

Necesitamos entender claramente los requerimientos divinos que Dios presenta a su pueblo. Nadie debe dejar de entender la ley, que es el trasunto del carácter de Dios. Las palabras escritas por el dedo de Dios en tablas de piedra revelan tan perfectamente su voluntad para su pueblo, que nadie necesita cometer ningún error. Las leyes de su reino fueron dadas a conocer definidamente para ser reveladas después a las gentes de todas las naciones y lenguas como los principios del gobierno divino. Haríamos bien en estudiar esas leyes registradas en Éxodo 20 y en el capítulo 31: 12- 18.

Cuando se siente el Juez, se abran los libros y cada hombre sea juzgado de acuerdo con las cosas escritas en los libros, entonces las tablas de piedra, ocultas por Dios hasta aquel día, serán presentadas delante del mundo como la norma de justicia. Entonces hombres y mujeres verán que el prerrequisito de su salvación es obediencia a la perfecta ley de Dios. Nadie hallará excusa para el pecado. Mediante los justos principios de aquella ley, los hombres recibirán su sentencia de vida o muerte

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