Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Juan 14:30.
Desde el momento en que Cristo entró en el mundo, toda la confederación de los agentes satánicos se puso en acción para engañarlo y derribarlo tal como Adán había sido engañado y derribado… Cuando Cristo nació en Belén, los ángeles de Dios aparecieron a los pastores que cuidaban sus rebaños de noche, y presentaron las divinas credenciales de autoridad del recién nacido. Satanás se impuso de que había llegado Alguien a la tierra con un cometido divino para disputarle su autoridad. Oyó a los ángeles declarar: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”. Lucas 2:11.
Los heraldos celestiales provocaron la ira de la sinagoga de Satanás. El [Satanás] siguió los pasos de los encargados del Niño Jesús. Oyó la profecía de Simeón en el atrio del templo… “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación”.
Lucas 2:29, 30. Satanás se puso frenético al verificar que el anciano Simeón reconocía la divinidad de Cristo.
El Comandante del cielo fue asaltado por el tentador… Desde la época en que era un indefenso niño en Belén, cuando los instrumentos del infierno trataron de destruirlo en su infancia por medio de los celos de Herodes, hasta la cruz del Calvario, fue continuamente asediado por el maligno. Los concilios de Satanás habían decidido que éste venciera. Ningún ser humano llegado a este mundo había escapado del poder del engañador. Todas las fuerzas de la confederación del mal fueron lanzadas en su persecución.
Satanás sabía que debía vencer o ser derrotado. El éxito o el fracaso implicaban demasiado para que él abandonara la obra a alguno de los agentes del mal. El príncipe del mal mismo debía dirigir personalmente la batalla…
La vida de Cristo fue una guerra perpetua contra los instrumentos satánicos. Satanás reunió todas las fuerzas de la apostasía contra el Hijo de Dios. El conflicto aumentó en fiereza y malignidad a medida que la presa se le escapaba de las manos una y otra vez.—The Review and Herald, 29 de octubre de 1895.
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