Vivimos en un siglo de gran impiedad. Las multitudes están esclavizadas por costumbres pecaminosas y malos hábitos, y son difíciles de romper los grillos que las atan. Como un diluvio, la iniquidad está inundando la tierra. Ocurren diariamente crímenes casi demasiado horrorosos para ser mencionados. Y, sin embargo, hombres que profesan ser atalayas en las murallas de Sion quieren enseñar que la ley era sólo para los judíos y que caducó con los gloriosos privilegios que comenzaron en la era evangélica. ¿No hay acaso una relación entre el desenfreno y el crimen imperantes, y el hecho de que los ministros y sus fieles sostienen y enseñan que la ley no está más en vigencia?{RM 32.3}
El poder condenador de la ley de Dios se extiende no sólo a lo que hacemos, sino a lo que no hacemos. No hemos de justificarnos dejando de hacer lo que Dios requiere. No sólo hemos de cesar de hacer el mal, sino que debemos aprender a hacer el bien. Dios nos ha dado facultades que deben ejercerse en buenas obras, y si no se emplean esas facultades, ciertamente seremos considerados como siervos malos y negligentes. Quizá no hayamos cometido atroces pecados; tales faltas quizá no estén registradas contra nosotros en el libro de Dios; pero el hecho de que nuestros actos no sean registrados como puros, buenos, elevados y nobles—lo que indica que no hemos cultivado los talentos que se nos confiaron—, nos coloca bajo condenación. {RM 32.4}
La ley de Dios existía antes de que el hombre fuera creado. Fue adaptada a las condiciones de seres santos: aun los ángeles eran gobernados por ella. No se cambiaron los principios de justicia después de la caída. Nada fue quitado de la ley. No podía mejorarse ninguno de sus santos preceptos. Y así como ha existido desde el comienzo, de la misma manera continuará existiendo por los siglos perpetuos de la eternidad. Dice el salmista: “Hace ya mucho que he entendido tus testimonios, que para siempre los has establecido”. Salmos 119:152.*{RM 33.1}
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